lunes, 31 de octubre de 2011

Cuando las palabras sobran

La palabra, útil instrumento de comunicación que, junto con otros elementos, nos distingue de las demás especies animales; nos hace humanos. Conveniente para la subsistencia tal y como la conocemos, importante en encuentros sociales, esencial para entendernos... Y sin embargo, no cabe duda de que, a veces, sobra. Sobra cuando hacemos el amor. Sobra cuando una mirada de complicidad lo dice todo. Sobra cuando las emociones nos superan y aflora el instinto más básico.

Viernes noche, restaurante de pueblo, casi en medio de la nada mallorquina. Descalzo y de blanco nos recibe nuestro anfitrión quien, para acallar nuestra curiosidad, sonríe y promete que "hoy os haremos felices". Tras minutos de ansiosa espera, seis extraños se unen al clan y pasamos a una sala en la que nos esperan velas y antifaces, e instrucciones de callar a menos que tengamos “algo bonito que decir”. Inmediatamente después, invitación a cubrirnos los ojos y a permitirnos dejar problemas y prejuicios fuera, para dar paso a una experiencia sensorial inigualable. Y de la mano de alguien anónimo, comienza la función.

Muchos hemos oído hablar de “la cena de los sentidos” como una experiencia curiosa y completamente fuera de lo común, pero suena casi a mito ya que creo que pocos conocemos a quienes la hayan vivido en primera persona… Por ello, experimentarla uno mismo puede sonar casi a ficción. Ciertamente, se trata de algo de fábula.

Cual ciego, palpando la silla, la mesa y todo lo que la cubre, me hago con mi espacio y, nervioso, me prometo dejarme llevar. Aparentemente solo, espero (todavía ansioso) sin saber en realidad lo que tiene que ocurrir. De repente, una voz "en off" nos da la bienvenida y ya no hay marcha atrás. Acariciado por un fresco aire de hierbabuena y la punta de una fina pluma, escucho como se llena mi copa y siento la presencia de quien me acerca un primer plato y toma mi mano para que sepa que toca comer.

Cuando se nos castra un sentido corporal, los demás cobran mucha más fuerza. El antifaz nos impide observar lo que sucede, pero la falta de ojos hace que el oído, el olfato, el gusto y el tacto se agudicen, compensándose la ceguera transitoria. Las notas musicales, los aromas, el sabor de cada bocado y la sensación de ser tocados se intensifican de tal modo que dejan de ser banales y su significado se hace más evidente.

Entre el sabor y la textura de cada bocado, escucho voces susurrantes que parece intentan seducirme. Me hago consciente de cada ingrediente que baila sobre mis papilas gustativas, a la vez que sopla una fresca brisa, artificial pero estratégicamente concebida para dar mayor vida al momento. Alguien desabotona mi camisa y deja caer sobre mi pecho gotas de agua gélida, mientras oigo que me dicen cosas casi pornográficas. “¡Cómo me pones! Pero tu chica me pone más…” Y venga el siguiente bocado, la siguiente canción, la siguiente sorpresa.

Pero privarnos de la vista no es suficiente para hacer que esta experiencia sea sensorialmente única. El silencio es fundamental. Por ello nos invitan a callar desde el primer momento y nos dirigen a la sala de forma individual, de modo que no sepamos la localización de nuestros acompañantes. No es sino hasta mitad de la velada que nos muestran que siempre estuvimos compartiendo mesa cuando, al son de Edith Piaf, nos ayudan a tocarnos. Hasta ese entonces, hablar no era una opción al no saber a quién dirigirnos… A partir de ahí es tan palpable la obviedad de que hablar está de más, que deja de ser una opción, e incluso sabiéndonos acompañados, seguimos dejándonos llevar, porque es lo más natural.

Sorbos, soplidos, aromas, sonidos... Minuto a minuto nos damos cada vez más cuenta de que, en tantas ocasiones, las palabras sobran, y todo lo que normalmente dejamos de percibir por culpa del ruido de nuestras propias voces, de repente revive y nos deja boquiabiertos. Y a pesar de que la tentación de comentar está latente, el no querer dejar de percibir cada detalle, cada momento, calma las ganas. Y entre platos y copas, entre música y prosa, entre baile y sorpresa, se pasan dos horas volando.

Es impresionante como, en tan poco tiempo, pasa uno del escepticismo a la curiosidad, de las ansias a la placidez, y tras hacerse eternos los primeros minutos, las casi dos horas siguientes se hacen francamente cortas. Sólo basta cerrar los ojos, dejarse llevar y comprender que el silencio, en muchas ocasiones, puede ser más poderoso que todo lo que podamos decir en toda una noche.

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